El krill es un pequeño crustáceo rojo, similar a un camarón, presente en todos los mares pero
especialmente abundante en las heladas aguas árticas y antárticas. Representa una fuente
altamente sostenible de omega-3 marino; su pesca está controlada por una organización
que realiza un seguimento de la población de krill y establece un límite máximo de pesca
para garantizar la sostenibilidad y el respeto medioambiental.
El krill antártico se nutre de plancton, organismos en la base de la cadena alimentaria, y
por tanto está libre de cualquier acumulación de contaminantes como los metales pesados.
El aceite de krill es especialmente rico en EPA y DHA pero, al contrario del aceite de pescado,
en el que los ácidos grasos omega-3 se encuentran bajo forma de triglicéridos (TG), en el
aceite de krill están unidos en buena parte a fosfolípidos, los ladrillos para la fabricación de
las membranas celulares. Entre estos fosfolípidos, el más abundante es la fosfatidilcolina: por
tanto, un suplemento de krill permitte suministrar también colina, esencial para la síntesis de
neurotransmisores (acetilcolina) y fosfolípidos de membrana e importante para el transporte
de los lípidos y la disminución de los niveles de homocisteína.
La forma fosfolipídica permite una mejor absorción de los omega-3: concretamente, se ha
visto que el DHA (que compone aproximadamente el 40% de los ácidos grasos presentes
en el cerebro humano) se acumula a nivel cerebral con una cantidad 2 o 3 veces mayor si
se transmite bajo forma de fosfolípidos en lugar de triglicéridos.
Parece que tiene asimismo un papel neuroprotector y de ayuda al bienestar mental
y cognitivo.
